Día uno.
Duele. Parece que puedas sentirlo penetrando tu piel y
destrozando tus entrañas, pero no puedes hacer nada para remediarlo excepto
comerte la puta cabeza pensando en que fuiste un gilipollas y que ya nada puede
cambiar eso. Y ahora piensas, piensas en todos aquellos momentos vividos y lo
peor de todo, los que os quedaban por vivir. Sí, usando el pretérito imperfecto. Pasado. Porque ya
nada parece factible. No parece que vaya a volver a pasar, que cogiste un avión
y desapareciste de mi mundo. Así sin más, sin decir nada. Pero lo peor es que para mi eres
como una pegatina adherida a mi cuerpo, una pegatina de la que ni quiero ni
puedo escapar. Y cuando intento sacarte de mi me haces daño en silencio, sin palabras.
Parece que fue ayer cuando te vi en una foto por primera
vez. “Qué niño tan guapo” pensé. Y qué inocente, creyendo que sólo serías un
chico más con el que me daría cuatro efímeros besos en una sucia discoteca.
Pero ya no hay vuelta atrás. Intento convencerme de que me equivoco, de que me
perdonarás, pero no veo nada claro. Sólo sé que haré lo que haga falta, que no
me importa estar mil días esperándote en silencio sin que digas nada, mientras
me como mi dolor en la soledad; mientras pienso que ya te has despegado de mi y
me evitas como un niño pequeño a su pediatra el día de la revisión médica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario